Michel Houellebecq escribió una vez: “La desgracia sólo alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad”. Eso es exactamente lo que ha pasado este domingo en la derrota de Universidad Católica para todos sus seguidores: una desgracia, en su punto más alto y doloroso. Yo sé eso porque soy uno de ellos; uno de los que, con aquel pitazo final, implacable, histórico, sintieron un enorme eco de vacío directo en el tórax: el hueco aquel donde estuvo antes nuestro corazón.
El partido comenzó tenso, con demasiadas tarjetas, demasiada intranquilidad; faltaba la concentración del cotejo de ida, aquel en que con frialdad ajedrecística nuestros jugadores anestesiaron sus rivales. Demasiado pronto vino la confusión, las amarillas, las dobles amarillas, los penales, los autogoles. Faltó sólo un puñado de minutos para estar en una nueva cima, derrochando elogios, salvando el mundo. Todo tan cerca. Alcanzamos a rozar ese trofeo, alcanzamos a sentir su textura y su envión anímico. Nos quedamos con su desdén indiferente.
¿Pero de qué se trata todo esto realmente? ¿Por qué hablo como “nosotros” de un grupo de jugadores profesionales, de una sociedad anónima? ¿De dónde viene esta identificación kamikaze, esta apuesta de tu corazón, tan fiel, por un color determinado? Al principio parece una elección tan arbitraria, de límites tan borrosos: a) una camiseta blanca con celeste, b) una camiseta blanca, c) una camiseta azul; ¿por qué una y no la otra? Cuando llega el momento en que puedes hacerte esa pregunta ya eres demasiado viejo y tu destino está sellado. Tu elección fue temprana, quizás un poquito irracional, quizás te nació del alma o fue una tincada.
No me confundan. No estoy dudando de mi elección. Es parte de ser un hincha. Nunca miras atrás, nunca te cuestionas pertenecer a tu bando. Tu rol es aguantar, tu rol es ilusionarte, desear con vehemencia, sufrir, gozar. Depender. Por lo mismo esa pregunta, la de por qué tal o cual equipo, probablemente carezca de propósito. Porque podemos ser unas verdaderas bestias en nuestras vidas sentimentales; engañar como locos, no prometer nada, enamorarnos profundamente de cada par de ojos nuevos que se cruzan en la calle (y desenamorarnos para poder jugar tetris en el celular); pero nunca, nunca mirarás la camiseta de tu vecino.
Cuando eres hincha tu deber es estar incondicionalmente en frente de un bando, soportando las derrotas, y desatando el júbilo cuando llegas a la cima. Todo es de un romanticismo forrado de aparente virilidad, porque no hay nada de rudo en el fervor; todo es de una ingenuidad imposible, de una transparencia que sólo un niño podría concebir. Si no te involucras, si eres frío de mente y calculas el daño (“me gusta el fútbol por la técnica” o “me da lo mismo quien gane”); si eres una roca a la que no le afecta que tu equipo pierda, y eres capaz de separar el deporte (un juego) de tu vida (la realidad), entonces también te excluyes de sentir el vértigo de un golazo de último minuto. Si no estás dispuesto a sufrir, te impides también la posibilidad de ser feliz.
No soy de los que dicen que ganar o perder no importa, ya que “sólo es un juego”. En realidad sí que importa ganar o perder, yo aposté mis sentimientos sin garantía de devolución: allí está mi optimismo, mi anhelo, y tiemblo como una adolescente enamorada cuando mi equipo me mima con un gol. Cuando mi equipo pierde, yo me deprimo; y me deprimo exponencialmente al costo de la aventura. Haber ganado el domingo, sabiendo que sólo habrá un nuevo campeón en seis meses más, me garantizaba seis meses de recordar algo bueno; un semestre entero en el que, en cualquier momento, y en cualquier lugar, no importando lo mucho que esté lloviendo, el frío que haga, o mi pésima suerte en todo lo demás, “mi” equipo es un campeón.
Hay un viejo comentario que rebaja el fútbol: “son sólo un puñado de tipos corriendo detrás de una pelota”. No estoy aquí para arengar a nadie, pero sin duda que eso no define el fútbol ni el deporte. Eso define una actividad, idéntica a hacer sentadillas, abdominales o trotar. Trotar no es lo mismo que correr una maratón. El nombre “maratón” viene de la carrera que se pegó un griego miles de años atrás, cuando se largó a correr una enorme cantidad de kilómetros sólo para avisarle a los suyos que habían ganado una batalla. Al llegar, dio la noticia y cayó muerto de un infarto cardiaco. El tipo en vez de dar la noticia con horas de relajada caminata, se aceleró, hizo algo muy estúpido, pero a la vez lleno de una profunda épica. Eso es el deporte: volver glorioso un instante anodino. Sacarle lustre a nuestra capacidad de asombro.
El deporte es la forma, concreta, imperfecta y torpe, que tenemos algunos de esperar un futuro iluminado, y como efecto colateral, la chance de ser optimistas en lo que respecta a nuestra vida. Seguir a Federer es creer que una leyenda es posible. Que tu equipo gane significa que hay ilusión todavía allí afuera, que existe la oportunidad de lograr alguna trascendencia de nuestra mediocridad. Es una variante tosca y popular de la genialidad (aquella capacidad para crear algo admirable), una manera rudimentaria y emotiva de dotar de hermosura los actos y sobrepasar nuestros límites. De creer, sin filtro, en lo extraordinario, lo que excede lo común.
Desnudos por la derrota sólo queda nuestra esencia como hinchas. En esta desnudez todo lo que surge de nosotros es una verdad pura. En la victoria es fácil perderse en el jolgorio. En la derrota nos volvemos hombres y nos ponemos sabios. Por eso para mí esto va mucho más allá de las burlas normales de toda competencia. Las burlas son algo que está encima del significado de este sentimiento. Que somos segundones, que somos pecho frío, y otras tantas falsedades que intentan destruir nuestra altivez, nuestra honra, como si uno fuera hincha de estadísticas heladísimas. Yo soy hincha del fracaso y la victoria, de la vida sublimada en 90 minutos, de la historia pasada, venidera o la agonía. Puedo resistir las mofas y esta frustración como William Wallace soportaba los insultos en la hora de su muerte. No sólo puedo resistirlas, sino que quiero hacerles frente en público. Es la forma de honrar la felicidad y continuar con la fe. Aunque no tenga asidero de ninguna razón.
Porque no hay razón en el sentimiento irracional, como no hay verdadero gozo sin experiencia en el dolor. Sólo hay belleza, una forma prístina y quizás terrible de belleza en el momento en que un niño decide abanderarse de un par de colores, de un nombre, de una historia que lo precede y que lo excede, y perpetuar ese vínculo toda su vida. Hay algo sagrado en ese instante, que está fuera de cualquier explicación, y que lo marcará a fuego. Es una elección desprovista de bajeza, y un juramento completamente a ciegas: una apuesta de futuro sin garantías de nada. Es un acto tan simple, etéreo e increíble que resulta legendario en sí mismo. Que transforma un simple trote en una historia memorable. Que define el amor.
Por Diego Rojas Hell